Llorar en la consulta es relativamente habitual cuando lo hace el paciente, y menos común cuando lo hace el médico. Pero sin duda son dos realidades en nuestra práctica habitual, sobre todo porque la consulta del médico de familia es un lugar de encuentro de emociones, de situaciones difíciles, de compartir, de contar, de reír, de solucionar, de conciliar, de curar, de tratar y también de llorar.

Tenemos la idea de que la distancia terapéutica nos obliga a no empatizar hasta el extremo de llorar con el paciente, pero algunas veces, sea porque seamos “malos” médicos y no sepamos guardar esa distancia, porque seamos más lábiles emocionalmente o porque hay situaciones verdaderamente dramáticas, lloramos.

Las veces que he llorado en la consulta no lo he vivido como una derrota o como una mala praxis, la verdad. Tampoco nunca ha sido llorar a moco tendido, siempre han sido lágrimas que luchas por  contener, lágrimas que no sabes sin van a ser vistas del todo al otro lado. Y en muchas ocasiones, el paciente o el familiar no se dan cuenta porque están inmersos en su realidad y no ven lo que está pasando fuera de ella. Están con esa mirada telescópica que tenemos tantas veces, ellos y nosotros, y que nos impide ver la otra realidad que nos rodea

La mayoría de las veces que lloramos no es directamente proporcional a la gravedad de la situación ni al dramatismo de la situación. Responde más bien a cómo lo cuenta o cómo lo vive el paciente y cómo lo expresa, por llamarlo de alguna manera, a la puesta en escena que tiene el paciente.

La última vez que lloré fue en una entrevista con una mujer de 39 años que era la quinta vez que le iban a implantar un embrión. Aquella mañana venía avergonzada a pedir la baja dos días porque en aquel preciso momento le estaban descongelando el embrión y se lo implantarían por la tarde. La mujer expresaba todas sus angustias porque ya no sabía si desear que el embrión fuera inviable al descongelarlo para así no iniciar toda la cadena de acontecimientos y fracasos que venía a continuación y que ya había vivido las 4 veces anteriores. Por otra parte anhelaba quedarse embarazada por fin, aunque ello le supusiera probablemente renunciar a su vida laboral y a una práctica deportiva intensa. Y por supuesto, quería parecerse a la mayoría de sus amigas y vivir una ilusión cuando se quedaron embarazadas, aunque con el tiempo afloraran sus protestas no disimuladas  sobre los hijos que “dan la lata mañana y tarde” y que motivaron consejos tan peculiares como “tú está loca, no  te embaraces”. Todas estas incertidumbres, sumadas a las laborales y familiares la tenían sumida en un mar de dudas; por si fuera poco tenía que venir a contárselo a alguien que era la primera vez que conocía. A pesar de su apariencia de mujer sólida y triunfadora en la vida, se sentía frágil, insegura, pequeña, y no sabía qué hacer.

Pues ese día estuve a punto de  llorar. Y es que a veces la intensidad de la entrevista te lleva a ello. Hay pocas cosas tan maravillosas como la magia que se produce cuando dos personas se encuentran, y en una relación asimétrica, una de ellas es la encargada de orientar, ayudar, escuchar, mirar, para intentar construir una relación terapéutica.

Hay pocas actividades tan reconfortantes y que nutran tanto emocionalmente a un ser humano como ayudar. Y hay pocas profesiones en las que uno pueda ayudar más que en la profesión de la Medicina. No sólo por la fragilidad o por la inseguridad con la que muchos pacientes entran en la consulta, aunque a veces el motivo no lo justifique, si no porque muchas veces son situaciones vitales muy graves, en las que la vida está en juego o se acaba, o está en una situación de la que no saben salir.

Cuando las lágrimas aparecen es porque se está produciendo un encuentro especial, en el que una de las personas ha transmitido sufrimiento y el otro se ha conmovido y ha empatizado tanto que le ha “tocado el alma”.

Después de una situación así suelo levantarme rápido a por un poco de papel, doy un par de suspiros y sigo porque seguramente la entrevista se alargó un poco más de lo previsto, y el retraso en la consulta aumentó.

La mayoría de las veces el paciente capta ese momento, es sorprendido por la fragilidad compartida del médico y agradece esos minutos de intensa escucha y la orientación que siempre sigue para salir de la angustia.

La mirada es muy importante a la hora de hacer que afloren las lágrimas. Tanto la mirada temerosa, insegura, triste, suplicante, asustada del paciente como la mirada apreciativa del profesional, que mira con interés, que mira con fe, creyendo en el otro, con confianza, incondicional, con afecto; con  la mirada que valora, que rescata, que comprende, que empatiza, que va más allá de lo externo, de lo físico, de lo conductual.

La mirada sigue siendo el lugar del encuentro en nuestro día a día y las lágrimas un acompañante ocasional que tampoco hay que despreciar.

 

 

Alfonso Garcia Viejo

Médico de Familia

Grupo de Trabajo en Salud Basada en las Emociones de la semFYC