Mire doctor, una cosa le voy a decir, ahora que la veo aquí a mi lado, sentada como usted y como yo y con la certeza de que no sabe quién soy yo ni, mucho menos, quién es usted: en estos meses, tras la última revisión, en los ratos en que se queda tranquila sentada en el sillón que siempre fue su preferido en el cuarto de estar, cuando no hay que darle de comer o cambiarle el pañal o sonarle los mocos o lavarla, los ratos en que estamos los dos solos en casa, porque ya no vienen visitas, que parece, fíjese qué curioso, que a la vez que ella se olvidaba de los amigos, los amigos se iban olvidando de ella, los muy necios; pues como le decía, ahora que las tardes son más largas y ella las pasa sentada, como ahora, mírela, con la cabeza agachada, la mirada perdida y el pensamiento vaya usted a saber dónde, porque no me diga que lo sabe que ya, a estas alturas, nos conocemos, y yo no voy a creerle y usted no me va a engañar; pues eso, que yo me siento a su lado con las piernas debajo de las faldillas y mientras la miro en silencio, largo rato, me voy dando cuenta de lo cruel que es esta enfermedad, ¿no cree usted, doctor?

Porque uno tiene cáncer y se lo dicen o no se lo dicen pero se muere mirando a la gente a la cara, vistiéndose por los pies y sabiendo a dónde se va. Y uno tiene un accidente y antes es un hombre hecho y derecho y si tiene buena suerte se cura de las heridas y vuelve a ser el de antes y si tiene algo menos de suerte, que no mala, pues se muere y deja de sufrir en esta vida. Pero no me negará usted que la enfermedad de mi mujer es muy puñetera. Porque a lo largo de la vida uno se las arregla como buenamente puede y le dejan, y va recogiendo en los cestos de la memoria lo que ha merecido la pena, porque le voy a decir una cosa, a lo que no ha merecido la pena, no le dejamos ni el recuerdo ¿no cree? Y estará de acuerdo conmigo que aquello que iguala a los hombres, ricos y pobres, de derechas o de izquierdas, blancos y negros, son los recuerdos. Y ya ve usted, que el dios ese bonachón con barba de ahí arriba, menudo hijo de puta que está hecho, que mire lo que le tenía reservado a mi mujer al final de sus días, cuando más teníamos que descansar y disfrutar el uno del otro, después de una vida de partirnos la espalda trabajando. Le ha quitado lo que no se le puede quitar a una persona: la memoria.

Duele tanto pensar que mi mujer no recuerda ya el día de nuestra boda en Santander, ni el nombre ni la cara de nuestros tres hijos, ni tan siquiera sabe que es abuela de una nieta maravillosa que se parece a ella pero que llora cuando la trae mi hijo a casa porque le da miedo la abuela. ¿Qué más le puedo decir?

Llevamos ya tiempo viniendo a la consulta ¿verdad? Aunque ésta sea la última vez, se lo juro. Se acordará de cuando empezó olvidándose de las cosas de la compra y cuando dejó de conocer a algunos amigos y el día que no supo llegar a casa porque no reconocía la calle. Hasta hoy, que ni tan siquiera me conoce a mí, al Mariano, después de cincuenta y ocho años juntos. Pues, como le digo, que venga alguno y me diga que su enfermedad es peor. Nada, de peor nada, se lo digo yo. Nada peor que dejarte los recuerdos por el camino. E irte a la tumba como se va a ir mi pobre mujer, sin saber siquiera de quién es la cara que observa con curiosidad en el espejo del cuarto de baño mientras la peino por las mañanas.

En fin, doctor, hasta aquí hemos llegado…

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José Manuel Garzón Hernández

Médico de Familia. Centro de Salud de Trevías

Área Sanitaria I de Asturias