Un mes antes de pasar a ser médico residente de último año en el Hospital Bellevue, pasé una mañana en la morgue de la ciudad de Nueva York. ¿Por qué? Perdí un paciente. Un joven con SIDA en etapa terminal, un prisionero de la isla Rikers.

El depósito de cadáveres, a un tiro de piedra del Hospital Bellevue, era lo que yo esperaba: sin ventanas, aséptico, desabrido, escalofriante. Lo que me sorprendió fue lo tranquilo que estaba, solemne como un monasterio. Debajo del frío y la calma que enmascaran el olor de la muerte, existía una sensación de urgencia.

Los cuerpos esperaban. Esa mañana el personal que estaba en la entrada me mostró la lista de nombres – en un solo espacio, abarcaba dos páginas. Todos en el último fin de semana. Fueron amables. La autopsia de mi paciente se haría la primera porque yo era un médico ocupado, importante y todo eso.

Me enseñó un armario; Yo entendí que era una habitación para cambiarme. Me quité mi bata blanca. Ya vestida y enguantada, caminé rápidamente más allá de las camillas cuando me llamó la atención un cuerpo menudo. Tendida, ocupaba menos de la mitad de la mesa de acero inoxidable. Sus palmas estaban abiertas, sus brazos rectos, y sus piernas ligeramente separadas. Tenía la piel chocolateada, suave y sin defectos. Sus rastas, trenzadas con cuidado, tenían gruesas raíces, puntas recogidas con cuentas de colores, como el sombrero de un bufón. Su espalda arqueada y sus nalgas musculosas. Parecían dejar un hueco que invitaba a un adulto amante a colocar su brazo por debajo y recogerla.

Casi esperaba que se sentara de repente y respirara ruidosamente, como lo haría un bebé recién nacido. Pero mis ojos seguían desviándose al agujero calcinado, descentrado, del tamaño de un pin en su frente como si fuese un bindi descentrado.
Me quedé estupefacta hasta que una voz baja me preguntó: “¿Estás lista, doctora?”

Me di la vuelta, y me encontré con la cara enmascarada del médico forense en la siguiente mesa de autopsia. Tenía un escalpelo escalofriante a unos centímetros del cuello de un hombre, y miraba al cuerpo que tenía ante él, por decencia, supongo, para darme tiempo para que me recompusiera.

Tiré y tiré de mi propio vestido y de la máscara a propósito. “Estoy lista” dije con una voz de grave teñida de irritación. Esos días siempre parecía estar irritada e impaciente. Me di cuenta de que la gente discutía menos conmigo cuando me mostraba parca en palabras.
Miré la cara de mi joven paciente sobre la mesa. Habíamos pasado cuatro días juntos, pero apenas lo reconocía. Tenía la mandíbula cuadrada y sus labios generosos, estaban medio cerrados. El escalpelo se movió rápidamente, sin que apareciese sangre. La piel se partió en silencio.

En cuestión de segundos, yo también me transformé, desapegada, mezclándome con las otras figuras vestidas de azul encorvadas sobre los cuerpos inmóviles en las mesas de acero.

Había ingresado en coma. A pesar de nuestros esfuerzos, no pudimos localizar la fuente de infección. Ahora él yacía en la camilla siguiente a una chica, que no podía tener más de siete años, tal vez víctima de un tiroteo, violencia aleatoria. No lo sabía. No pregunté. Pero a los pocos minutos de la autopsia de mi paciente, entendí por qué murió. Cuando el forense le cortó la pelvis, lo olí antes de verlo.
Su pelvis era de un color mostaza, apestaba a un olor pútrido típico de las bacterias que crecen con poco o ningún oxígeno. Recordé la fiebre que le erizaba el cabello, una peligrosa subida y caída de la presión arterial en la UCI. Murió antes de que pudiera atenderlo. Me sentí aliviada. A menos que le hubiese quitado la pelvis, no habría podido salvarlo.

Cuando este paciente llegó, recordé haber dicho a mi equipo de taciturnos residentes y estudiantes de medicina: “Mirad, sé que está muy enfermo. Y acaba de recibir el alta del servicio del Dr. B…. Pero no la palmará en mi turno. Y vosotros os asegurareis de ello”.
Así que cuando él murió, atado a un ventilador, líneas IV, entubado por la vejiga y el ano, como una marioneta defectuosa, llamé a la morgue. “Soy el residente responsable del caso. Si le viene a usted bien, me gustaría estar en su autopsia. Necesito saber por qué ha muerto”. Siempre he sospechado que los porqués de ‘Causas Naturales’ nunca son lo suficientemente buenos.

Jugué a ser Dios. Y durante un tiempo largo, Dios jugó conmigo. Los monitores de la UCI me imbuían una sensación de poder, control y disciplina. Manipulé cada inspiración y cada gota de suero y dosis de antibióticos. Los ventiladores y los pacientes soplaban y resoplaban a mis órdenes con precisión sincronizada. Nunca lloré. Una vez, después de una dura noche de guardia, un compañero residente me felicitó. Me dijo: “Tienes huevos”.

Eran los días en que yo daba consejos basados ​​en hechos, en evidencias, con calma, sensatez, sin humor. Pero las cosas cambiaron. La transición fue lenta, escalonada con distintos sucesos, que ocurrieron en los momentos más inesperados.

La primera vez lo perdí en el trabajo, yo había estado en un consultorio privado durante más de tres años. Era una tarde soñolienta de visitas totalmente monótonas: estreñimiento, dolores de cabeza, dolores por todo el cuerpo, todo el mundo se sentía decaido, flojo y fofo. Acudió una de mis pacientes habituales. Tenía hipertensión bien controlada. La veía una vez al año. Cuando estaba entrando en la consulta, ya estaba sacando una receta de mi bolsillo, anticipando una solicitud de renovación del tratamiento. Pero antes de sentarme, ella, con los ojos desorbitados, comenzó al final una historia, la única historia que le importaba en su vida.

Su hija de diecisiete años, una estrella de baloncesto universitaria, fue asesinada por un chico, también de diecisiete años, a quien ella acompañó a una hamburguesería. Robó su coche. Encontraron su cuerpo hinchado en una caja debajo de su cama tres días después.
Me incliné sobre el calor y la acidez de su aliento. La escuchaba como revivía cada hora. Comenzó con una preocupación sencilla que se convirtió en pánico, y luego en esperanza, una conmoción, incredulidad, ira, tristeza aplastantes; Emociones de toda una vida en tres días. Mis pensamientos se centraron en mi hijo pequeño, que acababa de recuperarse de un severo ataque de asma tras un simple resfriado. Durante varios días y noches lo vi jadeando y ahogándose entre mocos y lágrimas. Tenía los ojos borrosos de agotamiento y miedo. El hecho de que necesitase ir a trabajar me hizo enviarlo a la guardería antes de que se recuperase completamente, lo que me lleno de culpa. Después de todo, él había heredado de mí y de mi padre el asma. Me sentí abrumada por el miedo confundida por mi paciente y su familia, por mi hijo y por mi misma.

Sin darme cuenta, apreté mi mano sobre su antebrazo. Cuando me solté, vi, las dos vimos, las señales rojas que le había hecho en su pálida piel. Con horror, tartamudeé, “Lo siento, lo siento, lo siento muchísimo”. Entonces perdí el control. Empecé a llorar, alzando incontrolablemente. No pude pronunciar una sola palabra sensata, y mucho menos esa cultivada confianza y ese control doctoral.
Una vez más ¿Cuál era mi trabajo? ¿Afrontar los conflictos y los problemas con perspectiva? ¿Ofrecer condolencias sinceras y sensibles? ¿Tranquilizarla para tratar de hacer las cosas más fáciles? ¿Dispensar pastillas mágicas para controlar la histeria y el insomnio? Solía ​​decir: “Esto lleva tiempo, pero todo será más fácil…”
No hice nada. Tan solo la miré con profunda tristeza e impotencia. Entonces algo extraño sucedió. Ella extendió la mano, agarró mis dos manos y las presionó contra su ardiente rostro, y empezó a rezar por las dos.
Años más tarde me lo diría. En ese momento, me convertí para ella en algo más que un médico. Fui su amiga, alguien en quien se puede confiar.

“Te preocupas por mí”, me dijo. “Tu me entendiste. Nunca te dejaré.”

Ese día llegué tarde a la clínica. Me eche en la cara agua fría. Mi enfermera me miró con el ceño fruncido y me dio hielo en una bolsa de plástico envuelta en una toalla para mis ojos hinchados. No dijo ni una palabra ni preguntó nada. Caminó de puntillas a mi alrededor, se disculpó con los pacientes que habían esperado demasiado tiempo, y reprogramó aquellos que no podían esperar más, disculpándose una vez más. Ese fue el día en que mi baluarte emocional, que yo había equiparado con dignidad y profesionalismo, se inundó y estremeció como un dique roto.
No lo perdí.

En los años siguientes me senté y tomé de la mano a gente de todo tipo y condición. Me contaron sus secretos del pasado, sus vergüenzas, la muerte de sus seres queridos. Pero a veces se deslizaban al presente, traicionando sus verdaderos pensamientos. “¿Estoy loco? Oigo su voz en casa”. Me dijeron cosas que no podían decirle a sus familiares y amigos. A veces podía apoyarles; A veces lloraba incluso antes que ellos. Nunca ofrecí soluciones, ni absoluciones.

Aprendí a escuchar.

Me di cuenta que como médico lo más difícil que había aprendido había sido a “caminar en los zapatos de mis pacientes”. La cosa más dura que he admitido es esta: soy una mujer. Una lágrima en el mejor de los casos.

El fantasma de la niña en la camilla de acero rara vez me persigue ya. Me ha ayudado a que mi hijo crezca y esté sano. Pero nunca la he olvidado. Podría haber sido mi hija. Podría haber sido la hija de todos. En mis pensamientos, la recogería por su arqueada cintura y le ofrecería una oración –una oración por ella y por mi.

Artículo publicado en el Blog DocTUtor


(*) Traducido del original publicado en inglés “The Girl on the Gurney” en Hektoen International. http://hekint.org/girl-on-the-gurney/
(**) Diana Pi, es internista general y actualmente trabaja en la Clínica Libre del Condado de Lorain. También tiene una columna de salud quincenal para el periódico Westlake/ay Village Observer.