Se llamaba Ramón Mendoza Llanes*, pero nadie sabía su nombre. Todos le conocían por “Jerezano Malo”, el mejor cantaor flamenco desde la muerte de Camarón, a cuyas faldas había crecido y de quien se sentía su discípulo más aventajado. Desde hacía tiempo sentía molestias digestivas, pequeños dolores y sensaciones desagradables que le asaltaban, de continuo, en el sillón, durante la siesta que jamás perdonó ni uno solo de los días de su vida; o en la cama, después de cenar y ejercitar un rato la voz antes de rendirse a la noche. Ramón, después de despertarse en una madrugada con grillos en el estómago, como él decía, decidió ir al médico en busca de soluciones. Así es que, con su mujer, sus ocho hijos artistas o toreros, y demás familia, como era costumbre en los de su raza, se presentó en mi consulta.

Escuché atentamente todas sus respuestas a las preguntas que le iba haciendo para encontrar el origen de sus problemas digestivos. Una vez terminado el interrogatorio, le indiqué la camilla y le dije que se desvistiera por completo, puesto que debía explorarlo con detenimiento. Mandó salir a su mujer para que no le viera desnudo y, con parsimonia gitana, fue desvistiéndose y colocando cada prenda, cuidadosamente doblada, en la silla o colgada en el perchero.

Cuando hubo terminado me avisó y comencé la exploración. Sentado a su derecha palpaba el vientre algo hinchado y él me iba indicando las zonas donde el dolor se aparecía. No notaba nada reseñable; pero el dolor era más vivo según me acercaba a la ingle izquierda. En éstas estaba cuando, al retirar el calzoncillo para observar la zona inguinal, encontré lo que sólo momentos antes comenzaba a sospechar.

– Eso es, Ramón. Aquí está la respuesta a sus molestias. Estaba palpando una hernia inguinal de notable tamaño que pude reducir con la simple presión de la palma de la mano, lo que indicaba que todavía no estaba estrangulada, para bien del cantaor.

– ¿Dónde, doctor?

– Aquí, Ramón, incorpórese y verá. ¿Desde cuándo tiene aquí este bulto?

– ¿Eso, doctor? Dijo, señalando con el dedo la hernia.

– Sí, Ramón. Es una hernia inguinal y es la que provoca sus molestias digestivas porque impide el movimiento normal de su intestino, contesté, científicamente.

– No, doctor, eso no es una hernia.

– ¿Cómo? Contesté, perplejo.

– Es el duende. Mi duende, respondió orgulloso. Le explico, doctor, dijo al ver mi cara de sorpresa. Hasta hace tres años yo era un cantaor del montón. De esos que, para sobrevivir, tenía que trabajar de cualquier cosa, camarero, cocinero, guía turístico, chofer… porque mi arte no daba de comer a la familia. Sin embargo fue, si no recuerdo mal, en la primavera de hace tres años cuando, estando en mitad de un concierto, sentí un pequeño dolor en el bajo vientre. Sin dejar de cantar, palpé este bulto bajo el pantalón. Desde entonces, doctor, soy capaz de interpretar con más sentimiento y siento mi voz surgir más honda y serena. Todo el mundo lo comentó, al final del concierto. Incluso tengo un recorte de periódico con una crítica de la actuación que titulaba: “y el malo encontró el duende”, comentó orgulloso, enmarcando con las manos el titular en el aire. Desde ese día, doctor, cuando canto y este bulto no aparece, no entono como es debido, con esa voz que sale de las entrañas. Pero si soy capaz de que aparezca, que dios me perdone por lo que voy a decir, pero sólo Camarón me puede igualar.

He de confesar que no encontré palabras con las que responder a tan mágica explicación. Comprendí que nada podía hacer para convencer a Ramón de lo contrario. Aunque lo que él llamara duende fuese una hernia inguinal que liberaba de presión su cavidad abdominal y, por contigüidad, la cavidad torácica, lo que permitía mayor capacidad de inspiración, mayor potencia de voz y mayor control de la modulación. A pesar de todo, intenté aclararle que ese bulto corría el riesgo de estrangularse, que probablemente lo haría tarde o temprano, y provocaría una peritonitis que podría llevarle a la muerte. Pero Ramón nada quiso escuchar. El duende no se tocaba ni aunque le aseguraran que iba a morir nada más cerrar la puerta de la consulta. Por eso me limité a prescribirle un tratamiento que paliara, en la medida de lo posible, sus molestias digestivas.

Y le despedí con la promesa de acudir a alguno de los conciertos que el verano siguiente daría en la ciudad….

 

Jose Manuel Garzón Hernández.

Médico especialista en Medicina Familiar y Comunitaria. Centro de Salud de Trevías

Área Sanitaria I de Asturias

 

 

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